«MARANA THA»
«¡Hace cincuenta años!»
Ramón abraza al Padre Valentín y le entrega un obsequio.
En la homilía pronunció unas palabras bellísimas que no pudimos recoger íntegramente, pero las hemos encontrado en un artículo publicado en «EL Periódico El Común de la Mancha», editado en Tomelloso, bajo el título "Marana tha. Un cura se confiesa" que parece inspirado por el Siervo de Dios en el 75 aniversario de su marcha al cielo desde Zaragoza.
«UN CURA SE CONFIESA»
«[…] ¡Hace cincuenta años! Hoy, tal y como están las cosas, se ha de rezar mucho y dar verdaderas gracias al señor por los sacerdotes. Sin sacerdotes la Iglesia no sería la Iglesia nacida de la Pascua. Es un misterio muy profundo el que alienta en toda vocación sacerdotal: el desconcertante misterio del continuo perderse y el continuo encontrase de un cristiano dentro de sí, siempre en camino hacia ese espacio insondable que descubre que limita con Dios. Es muy atrevido hablar de lo que supone y significa ser sacerdote. Sólo se puede balbucear y ponerse de rodillas.
¿Qué es un sacerdote? Solo y sencillamente un modesto cristiano al que Dios llamó un día a seguirle sin tener en cuenta ningún posible merecimiento previo.
¿A qué llama el Señor cuando llama a un cristiano a ser sacerdote? A estar siempre de camino en dirección del misterio.
Lo propio en la vida de un sacerdote es no ver nada, no oír nada e incluso no ser capaz de palpar nada; sí percibir, azarado, cuánta intimidad de Dios queda todavía siempre en la que poderse perder aún.
Comprendo esta especie de "alergia" que muchos de nuestros cristianos jóvenes sienten ante la vocación Sacerdotal. Tienen verdadero pánico. Habría que saberles decir:
"Mira, chico, aunque sea difícil de explicar, ser sacerdote es un suceso alucinante: prestarle a Dios la mirada, la voz, las manos, los pies y el corazón sobre todo para que Él pueda ir por la vida regalando a manos llenas la vida nueva surgida de la Pascua."
Aún así, sin embargo, muchas veces, porque hemos sido elegidos de entre los pecadores, caemos en la tentación de exigir, como el muchacho aquel evangelio, "la parte de herencia que nos corresponde", y nos largamos quién sabe dónde. Menos mal que después, tantas veces también, el Señor nos concede rezar: "Yo confieso ante Dios todopoderoso", y, abrazados y besados por el Padre misericordioso, escucharle decir: "Celebremos una fiesta porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido".
Cincuenta años dan para mucha misericordia y mucha historia de abrazos y de besos, así como para mucho renovar aquel "aquí me tienes, Señor" del 9 de marzo de 1963 en mi caso. ¿Quién era uno aquel hermosísimo día romano de hace cincuenta años y quien es todavía hoy? En el campamento de este Pueblo de Dios en marcha, que es la Iglesia de Jesucristo nuestro Señor, mi tienda era una más junto a las otras, no la mejor plantada ni la más vistosa, pero os confieso que escuché decir al Señor: "Ven,", y yo respondí: "Hinnení", "Heme aquí". No entendía apenas nada ni tampoco entiendo mucho ahora porque es en verdad difícil bucear en el misterio de la vocación sacerdotal.
¿Sabemos quiénes lo entienden casi a la perfección? Las madres. Las madres de los sacerdotes se percatan enseguida cuando Dios quiere contar con sus hijos y descubren, en el momento en que éstos se van, que ya no hay regreso. Yo recuerdo perfectamente a la mía en aquel domingo de marzo de 1963 en Sant'Andrea Della Valle, quién me lo habría de decir. Allí estaba la buena mujer tan sencilla y humildemente en los primeros bancos de la basílica. Me fijé que se parecía a la Madre del Señor. Todas las madres de los sacerdotes se parecen a la Madre del Señor, y todo cuanto somos se lo debemos a ellas, que Dios se lo pague. También se lo pague a todas las otras mujeres que, como aquellas de los relatos pascuales, nos ayudaron en nuestra vida sacerdotal a reconocer al Resucitado. Estamos en ello todavía. Es toda una suerte así de grande continuar en fidelidad. Han de venir aún tiempos hermosos -¡Maranatha!- en los que no decaerán en la Iglesia las ganas de algunos cristianos de decirle al Señor: "Aquí estoy, puedes mandarme". Yo les digo que merece la pena responder a la vocación sacerdotal. Es una extraordinaria aventura.»
Al terminar la misa se reunió con el alcalde y amigos de Campo de Criptana su pueblo natal.
El Padre Valentín Arteaga fue fiel a sus raíces como Ismael de Tomelloso quien también recibió la vocación sacerdotal: " fue sacerdote por vocación, por intención, por deseo, por confesión y porque celebró el sacrificio supremo de la misa con la entrega de su vida" . Respondió al Señor: "Aquí estoy, puedes mandarme" y el Señor le mandó ir a su lado para que nos acompañe en este tiempo de Gracia del segundo milenio de la Era Cristiana.