Introducción al Silencio de un Alma



He aquí una pequeña historia interior. La biografía, en efecto, de Ismael Molinero Novillo, conocido como Ismael de Tomelloso por los Jóvenes de Acción Católica Española después de su muerte el 5 de mayo de 1938 en el Hospital Clínico de Zaragoza, da para muy poco. Es la suya una "vida" sin sucedidos grandes, anécdotas de brillo o hechos sobresalientes según la mentalidad utilista y pragmática que se lleva en el día de hoy. Mas conviene de tanto en tanto detenernos, un poco al menos, y tomar nota de los relatos chicos. Pareciera que en los tiempos que corren careciesen de interés. Apenas si llaman la atención las modestas y humildes peripecias de escasa monta. Y más aún si tratan de asuntillos de silencio y meditación, labor pura de la gracia de Dios y generosa respuesta, callada, agradecida, sobresaltada, del hombre. Cualquiera de ellos. Ismael Molinero Novillo, por ejemplo.

Todo un "caso" sin duda el de Ismael. Su biografía cabe en medio folio. No ha lugar para poder echar al vuelo la fantasía en una tierra, la suya, en la que la imaginación está a la orden del día y la inspiración artística se echa campo a través buscándole al paisaje su laberinto, sus fábulas, su novelería. La historia nada aparente de Ismael de Tomelloso puede contarse en el tiempo en que se recita un credo o se dice un campesino a otro la que está cayendo por las tierras de la ermita de la Virgen. A Ismael, es natural, no se le ocurrió llevar un Diario o escribir en un cuaderno sus pensamientos espirituales. Estando en el frente envió algunas cartas de nada: Que estoy bien, madre; que no os preocupéis por mí. Hace muchísimo frío. Recuerdos a la familia…


Mercado en la Plaza de la Constitución. Año 1920.

Era sencillamente un muchacho de pueblo. Un pueblo, entonces, muy a trasmano y lejanísimo. O extraviado, como quien dice, en la extensión manchega. Una isla en la llanura. En el pueblo, sus quinterías, sus hatos, sus viñas, sus calles anchísimas llenas de sol, sus entrantes, sus salientes, la Plaza, el Casino, la Iglesia… un mal día comenzó, lúgubre, a soplar el airazo terrible del odio y la denuncia: ésos del otro lado de la Glorieta son gente enemiga; hay que estar al tanto de cuanto digan o hagan; acuden a las novenas, atienden a los curas… y esto y lo otro. Malos tiempos aquellos. El odio es pésima compañía y nunca visa. Ismael era un muchacho más del pueblo a quien un día, porque Dios sabe hacerse encontradizo con los humildes y sencillos de corazón, otros jóvenes de su edad, valientes y atrevidos en aquella hora difícil –Miguel, Pedro…-, le hablaron de cosas de Iglesia y de una felicidad hasta entonces para él desconocida. Eran miembros del recién fundado Centro de Jóvenes de Acción Católica dirigidos por el sacerdote Don Bernabé Huertas. Ismael, le dicen Miguel, Pedro y los demás, si quieres puedes venir al Centro y verás que ciertamente merece la pena. ¿Quién? ¿Yo? Pues claro, hombre. Y él respondió que bueno. Desde entonces, por el paisaje ilimitado de la llanura abierta de su alma, le fue entrando a Ismael poco a poco una luz que a medida que el tiempo transcurría le iba aclarando los pensamientos y las intenciones; y hasta incluso, a ver si no, le creció en lo hondo del ser un montón de cantares nuevos y mucha alegría para regalar a los pobres, a los ancianos, a los chiquillos, a los vecinos solos, a las humildes mujeres que venían al comercio de tejidos donde él trabajaba. Soy de Dios y para Dios, repetía. Notaba dentro, a pesar de la atmósfera, tensa, que envolvía al pueblo, unas ganas inmensas de hacer feliz a cualquiera, a sus padres y hermanos en casa, a cuantos muy de mañana, antes de ir al trabajo, se encontraba en la Plaza y él, con todo el disimulo posible, se pasaba a la Iglesia para hacer una visita al Santísimo. Quiero dar ejemplo de vida, confesaba.

Iglesia de la Asunción y Casino de San Fernando a principios del siglo XX.

Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora de Tomelloso

En el Asilo era feliz siempre que tenía ocasión de entretenerse, los domingos sobre todo, tocando la guitarra y cantando jotas a los Ancianos Desamparados. Les recitaba poesías, les organizaba bailes y les montaba comedias alegres. En ocasiones hablando con alguna de las monjas, o con don Bernabé, o Miguel y Pedro, arrebatado e ingenuo, se le solía escapar el siguiente deseo: Quiero ser bueno, pero no sé cómo. Vaya si lo sabía. Ismael era bueno del natural. Lo mismo que se respira. Como le sale a uno un chiste o una gracia, algo para hacer reír a los que van tristes por ahí, pobrecillos. Ojalá pudiera ser un día sacerdote, soñaba. Había practicado una tanda de Ejercicios Espirituales en el Seminario de Ciudad Real y se fijó mucho en el Padre que los dirigía, en los seminaristas… Y él que era tan devoto de Cristo Sacramentado y siempre que podía se iba a quedarse con los ojos fijos ante el Sagrario, más de una vez comentó: Me gustaría ser sacerdote. Algunos jóvenes, debido al contacto con el ejemplo de vida de Ismael, con el tiempo se animarán a seguir la vocación sacerdotal. El Espíritu del Señor, como se sabe, sopla donde quiere y cuando quiere. Hubiera sido un buen sacerdote nuestro muchacho. Disposiciones y cualidades, al decir de sus biógrafos, no le faltaban. E ilusión, un entusiasmo que le venía de los centros del alma. Cuando estaba en el último tramo de su vida, con el cuerpo carcomido por la tuberculosis que ya no podía más, le confesó al capellán que le asistía: Me siento muy feliz, Padre. Quizá te cures, le animó el sacerdote. No quiero nada en el mundo, respondió el muchacho, si muero seré totalmente de Dios. Si no muero, quiero ser sacerdote. De los buenos. De los que sirven a Dios de balde.

La vida y la muerte de Ismael de Tomelloso fueron una vida y una muerte "de balde". Un ofertorio totalmente gratuito a Dios. Y callado. Es impresionante cómo fue germinando y fraguando la semilla de la gracia de Dios que el grupo de jóvenes de Acción Católica de su pueblo sembrara un día en el corazón de Ismael. Se dejó trabajar sin poner dificultades por la labor del Espíritu envuelto en la humildad y el silencio. Y en cierto modo como disimulando. Puede decirse que el rasgo sobresaliente de la experiencia espiritual de Ismael es el silencio. Parece impensable que un muchacho temperamentalmente tan vital, tan extrovertido, tan cordial, tuviera, como tuvo, tanta voluntad para sortear las dificultades que le correspondió sortear. Lo suyo fue irse haciendo a un lado y pasar desapercibido. Lejos de él querer protagonizar hechos sobresalientes o empresas dignas de reconocimiento público y aplausos. Cuando la guerra, sobre todo, en el año especialmente en que se vio obligado a permanecer en el frente hasta el instante en que entregó su vida al Señor en Zaragoza, Ismael caminó envuelto en una discreción en verdad heroica. No hubo un momento en que no deambulara como de puntillas por las tierras del silencio. Sin hacerse notar. Sin que nadie pudiera imaginar la torrentera de amor a Dios que le saltaba dentro de sí. "Todo de Dios y para Dios". Y "callar y sufrir". Alguien ha dicho que la verdad más honda es el silencio. Lo es de manera singular en Ismael.

Fue una verdad que él descubrió sin apenas darse cuenta. Como el rezar. Como hacer reír a los ancianos del Asilo. Como querer a la Virgen. Como el tratar con tino y cariño a los clientes de la tienda en la que trabajaba de dependiente. Cuando fue movilizada la quinta del 38, la suya, el 18 de septiembre de 1937, y tuvo junto con sus compañeros que hacer el petate camino del frente de Teruel, iba bien avisado: No digas a nadie lo que piensas, lo que sientes, lo de la Acción Católica, las cosas de iglesia, de los chicos, de las monjas… Eso -se decía él a sí mismo-, a callar y a rezar; y a echar una mano como sea, si llega el caso, a los demás, o cantar una canción por lo bajines: es propio de quien cree en Dios cantar. Cuando tuvo lugar en la primera semana de febrero del 38 la batalla del Alfambra, él ofreció a Dios el silencio por la paz. Era la guerra y él tan pobre que no tenía otra cosa. Además, ¿para qué hace falta decirle a nadie que uno es de Acción Católica? Aunque te hagan prisionero y te pasen al otro lado y al fin puedas hablar, lo mejor es callar, e irse derecho sin apenas ruido a las mansiones de Dios.

Lugar conocido como Masada de la Hoya del Monte, donde condujeron a Ismael de Tomelloso desde la Batalla del Alfambra.

Así ocurrió. Atravesado por las agujas siniestras de la tuberculosis adquirida en aquel invierno terrible, después de la batalla fue conducido a un campo de prisioneros en Santa Eulalia y posteriormente a San Juan de Mozarrifar : Qué ganas, Dios mío, de comulgar. Lo pidió en voz baja -¡un hilillo de súplica!- pero como si nada. Al capellán, seguro, "se le fue el santo al cielo". Quién, sin embargo, iba a saber que aquel prisionerillo de veinte años al que se le estaba apagando rapidísimamente la vida, y le brillaban los ojos como las lámparas del Santísimo de las iglesias, tuviera tanta voluntad de santificación. El Señor es siempre sorprendente y tiene sus modos de enamorar a cualquiera. Ismael Molinero Novillo entregó su alma a Dios del 5 de mayo de 1938. En el momento de hacerlo, su silencio se rompió como un vaso de fragancia. Todos, a su alrededor, el capellán, las enfermeras, los miembros de Acción Católica de Zaragoza, alabaron y dieron gracias a Dios. Muy pronto la juventud española supo ponerle palabras al testimonio callado de Ismael de Tomelloso. Las historias menores con el tiempo resultan muy elocuentes.

Antigua Facultad de Medicina de Zaragoza, Hospital Clínico.

Sala de hombres de Patologia General del Clínico

Tumba en Torrero



P. Valentín Arteaga
Postulador de la Causa de Canonización de Ismael de Tomelloso.

Volver