“En el campo de concentración de San Juan de Mozarrifar (Zaragoza), tuve ocasión de conocer a esta humilde violeta transplantada ya a los jardines del cielo. El día 18 de marzo de 1938, al hacer mi visita ordinaria a la enfermería, observé en uno de los enfermos una sublime actitud y como un nimbo de santidad. Me acerqué a él con respeto y cariño, haciéndole las preguntas de ritual para entrar en conversación:
–¿Cómo te llamas? ¿Qué tienes? ¿Cuánto tiempo hace que estás en este campo? ¿Qué deseas? Hizo confesión general de su vida y después hablamos un buen rato. Como yo le reprendiese amorosamente por no haberse dado a conocer antes, me respondió con sublime naturalidad.
–Padre, hace mucho tiempo que estoy aquí. Cuando usted entraba a visitarnos, sentía una emoción grandísima y cuando usted salía, me entristecía muchísimo; pero yo quería sufrir por Dios y por España, y comprendía que si usted me conocía, me quitaría esa ocasión o por lo menos mitigaría mi dolor. Ahora que me siento grave y usted nada puede hacer por mí, ya no importa.
Salí emocionado y me retiré para dejarle descansar pues se fatigaba, dado su estado de salud”.
Más tarde, a petición de quien conoció a Ismael y deseaba noticias detalladas de su enfermedad, amplió las impresiones de esta entrevista; oigámosle:
“¿Habéis contemplado detenidamente la imagen de san Luis? Fue la primera que vino a mi mente después de contemplar a aquel muchacho.
–Mire, Padre, voy a morir y quiero confesarme, si a usted no le molesta.
–Hijo mío, estoy a tu disposición en absoluto; prepárate para que lo hagas bien, y me avises cuando te creas dispuesto.
Abrió sus hermosos ojos, me miró dulcemente y musitó estas palabras:
–Estoy preparado, pero habrá de tener mucha caridad conmigo. Estoy muy mal.
Una hora aproximadamente duró su confesión. El sigilo sacramental no deja correr mi pluma; me he de limitar a narrar la conversación habida después de la confesión.
–¡Qué feliz me siento, Padre mío! Hábleme de sufrimiento, de tribulaciones y de cruces, porque son mi sueño dorado y fueron realidad viva en mí, principalmente desde que comenzó la guerra. ¡Qué bien comprendo ahora, Padre, las palabras que tantas veces nos repetía nuestro Consiliario de Acción Católica: “Hijos míos, sabed que los bienes inmensos de Dios no caben sino en corazones vacíos y solitarios”. ¡Y qué solitario está el mío! Ni padres, ni amigos, ni honores, ni riquezas, ni consuelo humano alguno... No obstante, ¡soy feliz!
Como le augurara un futuro halagüeño, si Dios quería salvarle, se incorporó en el lecho, miró al crucifijo que presidía el local, apuntó con el dedo y dijo:
–No quiero nada con el mundo. Soy de Dios y para Dios; si muero seré totalmente de Dios en el cielo y si no muero... ¡quiero ser sacerdote!
–¿Qué dices, Ismael? Tú deliras, pequeño.
–Padre, no deliro. ¿Tampoco tendré la satisfacción de que usted me crea? Sí, quiero ser sacerdote y de los buenos, de los que sirven a Dios de balde, ni mercenario, ni asalariado. Quiero vivir absorbido en Él, perdido en la inmensidad de Él y a Él totalmente entregado. Ni egoísmo, ni dinero, ni comodidades, ni familia, ni honores, ¡sólo Cristo!
Cerró los ojos, no para dormir, sino para meditar; yo los abrí para llorar emocionado, y le dije:
–¿Acaso ignoras que ser sacerdote es vivir sacrificado en todo momento?
–¡Ah!, ya. Pero dígame; aunque no se vea su trabajo, aunque no aparezca el fruto, aunque se critique su actitud, ¿lo hace por Dios?
–Claro que sí.
–Entonces, todo está bien.
Yo, sacerdote, con varios años de ministerio, quedé admirado, y avergonzado del espíritu de aquel joven, muy superior al mío. Él continuó hablando:
–Mañana, cuando comulgue, consumaré la obra de desprendimiento que hace días empecé y no he podido terminar. En Cristo dejaré mis caprichos, mis gustos, las exigencias de mi flaca naturaleza.
–¿Hace mucho que estás con nosotros?
–Aquí en San Gregorio, dos meses y medio.
–¡Oh!, ¡dos meses y medio! ¿Por qué no te diste a conocer y te hubiera favorecido dentro de la disciplina que lleva consigo el régimen penitenciario y te hubiera traído lo necesario, te hubiera sacado a mi habitación algún rato y, sobre todo, te hubiera consolado? O ¿acaso no me has visto nunca?
–Sí, padre; le he visto. Entraba usted en nuestra celda con mucha frecuencia; le escuchaba con muchísimo gusto y cuando marchaba le besaba la sotana sin que usted ni mis compañeros se enterasen. Poco me hubiera costado mejorar mi situación, hablando a usted; y alguna vez tuve el propósito de hacerlo que, gracias a Dios, rechacé, como una tentación, puesto que así hubiera perdido la preciosa ocasión de sufrir en silencio por Dios y por España. Hoy cuento a usted todas estas cosas, porque voy a morir y ya nada puede hacer en mi favor... Me encuentro fatigado, ya continuaremos hablando después”.
La respiración fatigosa del enfermo y la tos débil, seca, pero frecuente, movieron al sacerdote a alejarse, aún cuando la conversación sublime de aquel muchacho le clavaba junto a su cabe cera para escuchar extasiado.
Cuando volvió el Capellán encontró a Ismael mirando el crucifijo que presidía la enfermería. Suavemente volvió su cabeza, para fijar su vista en el interlocutor y acogerle con una sonrisa.
–¿Cómo te encuentras, Ismael?
–Soy feliz, Padre. ¡Que felicidad tan grande siento! ¿Es posible este consuelo que Dios me da? ¿Qué será el cielo, si aquí me siento tan feliz? ¡Oh Padre! ¡Cuántos hombres viven sumidos en la lóbrega oscuridad, atados con las cadenas del vicio, porque no tienen una mano amiga que les saque de tan funesto estado!
¡Cuantos se lanzan al arroyo que hubieran sido santos, si en su camino hubieran encontrado otros santos...! La Providencia fue pródiga conmigo. Aunque educado cristianamente, me hubiera perdido sin remedio. Mi carácter fogoso, mi espíritu agitado y violento me empujaban con fuerza irresistible hacia los placeres del mundo, en los que me habría revolcado, si otro joven de mi pueblo no se hubiera puesto a mi lado para ejercer conmigo la tutela del ángel. Él fue la primera célula de la Juventud de Acción Católica que el Consiliario fundó en el pueblo. Él nos buscó; él empezó a formarnos, él nos enseñó a conocer el valor del sacrificio; él, en fin, nos preparó para el martirio. Y si todos no derramamos la sangre por Jesucristo, fue porque el Señor no quiso concedernos esta gracia tan grande. Todos la ofrecimos generosamente; ni uno huyó, y los que murieron, lo hicieron valientemente. Yo le pedía al Señor me diera fortaleza para beber el cáliz del martirio; pero... la fruta no estaba madura para entrar tan pronto en el cielo; no ceñí la corona, ni empuñé la palma y esto fue para mí más duro que el mismo martirio.
Y continuaba.
–¡Hacen falta santos! Nuestro asesor religioso nos animaba los jóvenes a serlo. Él murió como un santo, murió mártir. Poco tiempo antes nos decía: “la tempestad ha roto el dique de la disciplina social, el león de la revolución ruge, porque faltan manos santas que atusen sus melenas. Hay sobrado materialismo en nuestra época, porque faltan santos. Hay que prepararse a morir como el Maestro; nuestra sangre no será infructuosa”. Después pude comprobar en el ejército y en las trincheras, el desconocimiento horrible de la religión en las masas, la falta de fe, el odio a Cristo. Ya le hablaré de esto, cuando haya descansado un poquito... ¡Qué cerca tuve la palma! ¡Qué martirio para mí no haber sido mártir! ¡Qué envidia me dan los jóvenes de Acción Católica que han muerto mártires! ¡Se hizo la voluntad de Dios, bendito sea!
En otro rato de respiro habló de la Virgen; Ismael la quería con delirio.
–¡La Santísima Virgen del Pilar!
¡Dos meses en la España de Franco, en la España de la Virgen sin besar el santo Pilar! Es horrible. Hábleme del Pilar, ya que no puedo ir yo, visítela en mi nombre... Padre, como recuerdo de estas cosas que me ha dicho querría que me diese un escapulario de la Virgen Santísima del Pilar.
“A falta del escapulario del Pilar, y
de escapularios pequeños del Carmen Virgen del Carmen.
– dice el Capellán– le puse uno de tamaño grande, que no habría dado a nadie en el mundo, era un recuerdo de mi santa madre que llevaba siempre conmigo. Lo puse sobre su pecho y me lo agradeció con un tierno y cálido beso...”.
–Serviré a España en el anónimo, ofreceré a Dios todas las molestias de mi enfermedad y lo penoso de mi sacrificio. Quise el martirio y al fin lo he conseguido. No el derramamiento de sangre por la fe, pero sí el abandono, el lento sufrir, la angustia de morir con la ausencia de mi santa madre».
«Lloraba emocionado –agrega el capellán–, limpié sus lágrimas, estampé un beso en su frente de ángel y me retiré».
Don Ignacio Bruna elogia así al buen Ismael:
«“He visto muchos que ostentan sobre sus pechos medallas y condecoraciones; caballeros mutilados; caballeros de España y los contemplo con cariño, porque todos ellos aportaron grandes sacrificios por la salvación de la Patria. En Ismael no vi condecoraciones, ni medallas, ni cruces y conste que las tenía.
¿Cuáles eran sus cruces? Semejantes a las del Crucificado. Llagas en todo su cuerpo, carencia de todo, privación del consuelo humano”.
El médico del campo, viendo que la enfermedad de Ismael era grave, pues ya tenía “cogidos los dos pulmones, con reblandecimiento de los mismos por necrosis caseosa y descomposición, que eliminaba con vómitos frecuentes”, decidió mandarlo a Zaragoza, a un hospital. Dada su gravedad podía ir a Torrero o al Clínico. Preparóse su evacuación. Él llamo al capellán. Triste acudió don Ignacio y, sabido del sitio a donde era llevado, escribió una recomendación para el capellán de allí. Decía así:
“Estimado compañero en Cristo: Ismael Molinero pasa a ese Hospital. Es un excelente joven. Conferencia con él y lo verás.
Desea comulgar mañana. No le abandones. Si hay Hermanas, que lo atiendan espiritualmente.
Affmo. en Cristo. Ignacio Bruna. San Gregorio, 18-marzo-38”.
Ismael sintió la partida. El capellán, que lo admiraba, sufrió una cruel desilusión. Más tarde, cuenta cómo recuerda a Ismael:
“Cuando mi celo tropieza con corazones duros y desagradecidos, traslado mis recuerdos a la enfermería de ese campo y a aquella fecha del 18 de marzo y me parece ver la figura de aquel ángel, que sólo sabía sonreír, y que me dice: “Padre, adelante, yo lo bendigo desde el Cielo”. En su dietario, que escribió un día de aquellos, apunta: “¿Habrá muerto?¿Vive todavía? Lo ignoro; tengo presente su nombre Ismael, y sus virtudes”.
Cuando el buen capellán llegó a casa de la patrona aquella noche, dijo a los que allí había: “¡Con qué gusto me cambiaría por uno de los que van a morir!».
La tarde del 18 de marzo de 1938 una ambulancia trasladó a Ismael al Hospital Clínico de la Facultad de Medicina de Zaragoza.
Continúa subiendo el camino del calvario y Satanás había intentado seducirle con el ensueño de una falsa libertad y de agradables privilegios, cuando el capellán dice nada más conocerlo que le reprendió amorosamente por no haberse dado a conocer antes: –“¿Por qué no te diste a conocer a mí y te hubiera favorecido dentro de la disciplina que lleva consigo el régimen penitenciario, y te hubiera traído lo necesario, te hubiera sacado a mi habitación algún rato?”.
Ismael respondió que había rechazado “como una tentación” todo lo que le pudiera apartar de ser fiel a la voluntad de Dios: vivía desprendido, liberado, redimido. Se ofrecía a Dios en silencio, más aún después de haber recibido el sacramento de la reconciliación y, con él, la fuerza para consumar la obra que había empezado y aún no había concluido; por eso le contesta:
–“Así hubiera perdido la preciosa ocasión de sufrir en silencio por Dios y por España”.
Roto el silencio en la confesión, se desbordó la alegría