Bajo el signo de la santa Cruz, en cuyo honor hemos ofrecido la santa misa concelebrada, se abre hoy la tercera sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II.
La Iglesia está aquí. Nosotros somos aquí la Iglesia. Los somos por ser miembros del cuerpo místico de Cristo. Dios, en efecto, nos ha concedido el inestimable beneficio de ser bautizados, de ser creyentes, de estar unidos en la caridad del mismo sagrado y visible pueblo de Dios.
Lo somos por ser ministros de la Iglesia misma en calidad de sacerdotes revestidos del peculiar carácter con que nos califica la ordenación sacramental confiriéndonos poderes admirables y tremendos, haciendo de nosotros una jerarquía encargada de las funciones aptas para perpetuar en el tiempo y difundir sobre la tierra la misión salvadora de Cristo.
Somos, finalmente, la Iglesia, porque como maestros de la fe, pastores de las almas, dispensadores de los misterios de Dios (1 Cor. 4,1), nosotros aquí la representamos totalmente, no ya como delegados o diputados de los fieles a quienes se dedica nuestro ministerio, sino como padres y hermanos que personifican las comunidades respectivamente confiadas a nuestros cuidados, y como asamblea plenaria por Nos convocada con todo derecho en esta nuestra condición de hermano vuestro que nos iguala a todos vosotros como obispo de esta Roma providencial, de sucesor humildísimo pero auténtico del Apóstol Pedro, junto a cuya tumba nos hemos congregado y, en consecuencia, como indigno, pero verdadera cabeza de la Iglesia católica y Vicario de Cristo, siervo de los siervos de Dios.
Al compendiar en nuestras personas y en nuestras funciones la Iglesia universal, proclamamos ecuménico este Concilio; aquí está la celebración de la unidad, de la catolicidad, en donde la Iglesia funda su prodigiosa consistencia, su admirable aptitud para hacer a los hombres hermanos entre sí, para recoger en su seno las más variadas culturas, las más diversas lenguas, las más características liturgias y espiritualidades, las más diferentes expresiones nacionales, sociales y culturales, reduciéndolo todo a una dichosísima unidad y respetando al mismo tiempo su legítima nativa multiplicidad.
Aquí se celebra la santidad de la Iglesia, porque aquí ella invoca la misericordia de Dios para la debilidad y las faltas de hombres pecadores, cuales somos, y porque aquí nuestro ministerio adquiere conciencia, como nunca, de poder alcanzar las “inescrutables riquezas de Cristo” (Ef.3, 8), los tesoros de salvación y de santificación para todos los hombres, y de no estar destinados a otra cosa que a “formar precisamente para Dios un pueblo perfecto” (Elc. 1,17).
Y aquí, finalmente se celebra la apostolicidad de la Iglesia, prerrogativa admirable para nosotros mismos, para nosotros que tenemos experiencia de nuestra fragilidad y que sabemos cómo la Historia la confirma aún en las más poderosas instituciones humanas; y al mismo tiempo sabemos cuán coherente, cuán fiel es la sucesión del mandato de Cristo que desciende desde los Apóstoles hasta nuestras humildes y asombradas personas, cuán inexplicable y cuán victoriosa es la secular permanencia de la Iglesia, siempre viva, siempre capaz de encontrar en sí misma una incoercible juventud.
Aquí podemos repetir con Tertuliano: “…esta representación de todo el mundo cristiano se celebra con gran veneración. ¡Cuán bueno es que desde todas partes se reúna bajo la fe en torno a Cristo! Mira cuán hermoso y cuán dichoso es que los hermanos vivan unidos”.
Ahora bien, si aquí está la Iglesia, aquí está el Espíritu paráclito que Cristo ha prometido a sus Apóstoles para la edificación de la Iglesia misma:”…Yo rogaré al Padre y Él os dará otro consolador a fin de que permanezca siempre con vosotros el Espíritu de la Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis porque permanece en vosotros y estará con vosotros…” (Jn. 14, 16-17). Porque, como sabemos, dos son los elementos que Cristo ha prometido y ha enviado, si bien diversamente, para continuar su obra, para extender en el tiempo y sobre la tierra el reino fundado por Él y para hacer de la humanidad redimida su Iglesia, su cuerpo místico, su plenitud, en espera de su retorno último y triunfal al final de los siglos: el apostolado y el Espíritu. El apostolado obra externa y objetivamente; forma el cuerpo, por así decirlo, material de la Iglesia, le confiere sus estructuras visibles y sociales; mientras el Espíritu Santo obra internamente, dentro de cada una de las personas, como también sobre la entera comunidad, animando, vivificando, santificando.
Estos dos agentes, el apostolado, al que sucede la sagrada jerarquía, y el Espíritu de Cristo, que hace de ella su ordinario instrumento en el ministerio de la Palabra y de los Sacramentos, obran juntamente: Pentecostés los ve maravillosamente asociados al comienzo de la gran obra de Cristo, ahora ya invisible, mas permanentemente presente en sus Apóstoles y en sus sucesores “ a quienes constituyó pastores como vicarios de su obra”; entre ambos, aunque de modo ciertamente diverso, concurren igualmente a dar testimonio de Cristo Señor, en una alianza que confiere a la acción apostólica su virtud sobrenatural (cf. 1Pe. 1,12).
¿Podemos creer que rige todavía este plan de acción salvífica por el que nos llega y se cumple en nosotros la redención de Cristo? Sí, hermanos; más aún, debemos creer que por nuestro medio tal plan continúa y se actúa, mediante una capacidad, una suficiencia que viene de Dios, “El cual nos hizo idóneos como ministros del Nuevo Testamento, no de la letra , sino del Espíritu…que vivifica” (2Cor. 3,6). Dudar sería ofender la fidelidad de Cristo a sus promesas, sería traicionar a nuestro mandato apostólico, sería privar a la Iglesia de la certeza de su indefectibilidad, garantizada por la palabra divina, y comprobada por la experiencia histórica.
El Espíritu está aquí. No ya para valorizar con gracia sacramental la obra que nosotros todos reunidos en Concilio estamos para realizar, sino para iluminarla y guiarla en propósito de la Iglesia y de la humanidad entera. El espíritu está aquí. Nosotros lo invocamos, nosotros lo esperamos, nosotros lo seguimos. El Espíritu está aquí. Recordamos esta doctrina y esta realidad presente ante todo para advertir, una vez más y en la medida más plena e inefable que nos es posible, nuestra comunión con Cristo viviente: es el Espíritu Santo que nos une con Él. Esto lo recordamos también para poner ante Él nuestras almas disponibles y trepidantes, para sentir dentro de nosotros el vacío humillante de nuestra miseria y la necesidad de implorar su misericordia y su ayuda y para escuchar como si fuesen pronunciadas en los secretos repliegues de nuestra alma las palabras de Apóstol: “…revestidos de este ministerio según la misericordia con que fuimos favorecidos, no desfallecemos…” (2 Cor. 4,1); el Concilio es para nosotros momento de profunda docilidad interior, momento de suprema y filial adhesión a la palabra del Señor, momento de fervorosa tensión, de invocación y de amor, momento de embriaguez espiritual; parece completamente adecuados para este singular acontecimiento los acentos poéticos de San Ambrosio:” Bebamos alegremente la sobria embriaguez del espíritu”. Así debe ser también para nosotros este tiempo bendito del Concilio.