Porque hoy se está gritando por todos los rincones que no hay Dios, que Cristo ha muerto; es un grito sin palabras, pero que retumba a diario en nuestros oídos; el mundo no quiere nada con Dios. Y nosotros no podemos callarnos ante esto. Tenemos que gritar que Cristo vive, pero tampoco con palabras, sino con nuestras propias vidas, para que el mundo vea que Cristo vive, porque vive en nosotros.
Esta es la gran lección que nos ha dejado Ismael: su propia vida. Nosotros tenemos la grave responsabilidad de asimilarla, porque no en balde la ha puesto Dios encima del candelero. Y Dios no nos va a pedir grandes hazañas, como tampoco se las pidió a Ismael, pero nos está exigiendo siempre que hagamos todas nuestras cosas, por pequeñas que sean, con plena conciencia de cristianos y de apóstoles. Este es el ejemplo de vida que hemos de dar: santos las veinticuatro horas del día, ofrecimiento de cada instante de nuestra existencia, el auténtico martirio diario. Porque no pensemos que los mártires son fruto de un arranque momentáneo de valentía, son fruto de una vida ofrecida constantemente a Dios. Ismael, en su oficio de dependiente, con sus padres, con sus amigos, en el Centro, con los ancianos del asilo, con todos, quiso negarse a sí mismo, para coger su cruz y así darse a los demás. Su conciencia de cristiano le exigía esta entrega y no la regateó, y allí nos quedó su lección, imborrable ya, para que los jóvenes de hoy, imitándole, sean también cristianos auténticos las veinticuatro horas de cada día…
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