“Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam. Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Robertum Franciscum. Sanctæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem Prevost,qui sibi nomen imposuit Leonem XIV <Les anuncio un gran gozo: Tenemos papa. El eminentísimo y reverendísimo señor, señor Robert Francis Cardenal de la Santa Iglesia Romana Prevost, quien se ha impuesto el nombre de León XIV>”, proclamó el cardenal protodiácono Dominique Mamberti el pasado 8 de mayo de 2025 desde el balcón de la Logia de las Bendiciones de la Basílica de San Pedro del Vaticano.

Después de dos fumatas negras, personas de medio mundo, presencialmente o por televisión, comprobaban cómo el humo blanco ascendía por la chimenea instalada en el tejado de la Capilla Sixtina confirmando que las votaciones del Cónclave habían llegado a buen término, estallando en una gran alegría y emoción.

Los cardenales electores, inspirados por el Espíritu Santo, eligieron como nuevo Papa al cardenal Robert Francis Prevost Martínez, agustino y estadounidense, adoptando el nombre de León XIV. Ataviado con la muceta roja sobre los hombros y, sobre ésta, la estola papal, llamó la atención la cruz que lleva puesta ya que lleva las reliquias de varios santos: Santa Mónica, San Agustín, Santo Tomás de Villanueva, Venerable Giuseppe Bartolomeo Menochio y el Beato Anselmo Polanco, este último asesinado in odium fidei durante la persecución religiosa que padeció la Iglesia católica en la Guerra Civil española.

“¡La paz esté con todos vosotros! Queridos hermanos y hermanas, este es el primer saludo de Cristo Resucitado, el Buen Pastor que dio la vida por el rebaño de Dios. También yo quisiera que este saludo de paz entrara en sus corazones, alcanzara a sus familias, a todas las personas, dondequiera que estén, a todos los pueblos, a toda la tierra. ¡La paz esté con vosotros!…” fueron parte de las primeras palabras que Su Santidad el Papa León XIV dirigió al orbe católico. Lanzó un mensaje de unión dentro de la Iglesia acrisolada en la resurrección de Cristo. Ya el 18 de mayo Su Santidad el Papa León XIV presidió en una espléndida mañana la misa de apertura de su pontificado en la Plaza de San Pedro ante 100.000 personas.

La primera homilía del Romano Pontífice fue la siguiente:

“Queridos hermanos cardenales, hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, distinguidas autoridades y miembros del Cuerpo diplomático, ¡Saludos a los peregrinos que han venido al Jubileo de las Cofradías!, hermanos y hermanas:

Los saludo a todos con el corazón lleno de gratitud, al inicio del ministerio que me ha sido confiado. Escribía san Agustín: «Nos has hecho para ti, [Señor,] y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1,1.1).

En estos últimos días, hemos vivido un tiempo particularmente intenso. La muerte del Papa Francisco ha llenado de tristeza nuestros corazones y, en esas horas difíciles, nos hemos sentido como esas multitudes que el Evangelio describe «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Precisamente en el día de Pascua recibimos su última bendición y, a la luz de la resurrección, afrontamos ese momento con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y lo cuida «como un pastor a su rebaño» (Jr 31,10).

Con este espíritu de fe, el Colegio de los cardenales se reunió para el cónclave; llegando con historias personales y caminos diferentes, hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar más allá, para saber afrontar los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por sus oraciones, hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía.

Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia.

Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro.

Nos lo narra ese pasaje del Evangelio que nos conduce al lago de Tiberíades, el mismo donde Jesús había comenzado la misión recibida del Padre: “pescar” a la humanidad para salvarla de las aguas del mal y de la muerte. Pasando por la orilla de ese lago, había llamado a Pedro y a los primeros discípulos a ser como Él “pescadores de hombres”; y ahora, después de la resurrección, les corresponde precisamente a ellos llevar adelante esta misión: no dejar de lanzar la red para sumergir la esperanza del Evangelio en las aguas del mundo; navegar en el mar de la vida para que todos puedan reunirse en el abrazo de Dios.

¿Cómo puede Pedro llevar a cabo esta tarea? El Evangelio nos dice que es posible sólo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y la negación. Por eso, cuando es Jesús quien se dirige a Pedro, el Evangelio usa el verbo griego agapao —que se refiere al amor que Dios tiene por nosotros, a su entrega sin reservas ni cálculos—, diferente al verbo usado para la respuesta de Pedro, que en cambio describe el amor de amistad, que intercambiamos entre nosotros.

Cuando Jesús le pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), indica pues el amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: sólo si has conocido y experimentado el amor de Dios, que nunca falla, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos “aún más”, es decir, hasta ofrecer la vida por ellos.

A Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús.

Él —afirma el mismo apóstol Pedro— «es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular» (Hch 4,11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe apacentar el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe que está por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas que le han sido confiadas (cf. 1 P 5,3); por el contrario, a él se le pide servir a la fe de sus hermanos, caminando junto con ellos.  Todos, en efecto, hemos sido constituidos «piedras vivas» (1 P 2,5), llamados con nuestro Bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diferencias. Como afirma san Agustín: «Todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus prójimos son los que componen la Iglesia» (Sermón 359,9).

Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.

En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz.

Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.

Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio. Con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: si esta caridad prevaleciera en el mundo, «¿no parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?» (Carta enc. Rerum novarum, 20).

Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad.

Juntos, como un solo pueblo, todos como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.”

La Iglesia universal tiene un nuevo pontífice, un nuevo pastor que guiará los destinos del catolicismo en este siglo XXI afrontando los constantes retos a los que se enfrenta la iglesia que fundó Nuestro Señor Jesucristo.

Desde la Asociación para la Causa de Beatificación y Canonización de Ismael de Tomelloso rezamos para que el pontificado de León XIV dé muchos frutos y le pedimos al Venerable Ismael de Tomelloso que interceda especialísimamente por él.